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EDUARDO DE PRADO ALVAREZ

Opinión - Colaboraciones

He leído, con atención y provecho, el artículo de don Alfonso López Quintás "Asumir el pasado cristiano" publicado el pasado mes de julio y su lectura me anima a agregar a su excelente razonamiento un ángulo de análisis complementario. Sin duda la discusión acerca de la inclusión o no del factor cristiano entre las fuentes de la cultura europea, constituirá una señalada oportunidad para discurrir y discutir acerca de la relación entre lo religioso y lo político en las raíces de lo que denominamos Occidente. Como iberoamericanos nos sentimos y nos sabemos parte de la Europa de la que nacieron nuestras naciones. Nos es ajeno el debate en lo puntual, en lo que se diga en relación con la futura Constitución europea, pero hijos de España como somos, lo somos por tanto de la Cristiandad, con mayúscula, raíz y fuente de nuestros valores comunes. Cristiano fue también el nacimiento de nuestras patrias, pues sus padres fundadores lo fueron, desde Washington hasta Arigas. Es más, en su lucha por la independencia ellos emplearon la filosofía cristiana, madura de libertades y asentada, más que en una Ilustración secular y laica, en el derecho natural que es por definición divino en su origen por ser propio del ser humano, portador de valores eternos. Creemos que el término exacto para definir esa raíz primera y principal de nuestra cosmovisión, de nuestra concepción del mundo y de la vida, es el "judeo-cristianismo", comprendiendo en el vocablo a la raíz hebrea de nuestra religión que es continuidad del Antiguo Testamento y de la singular y única aportación a la cultura humana, que desde el Génesis se desarrolló. El carácter distintivo de la concepción del hombre que atesoramos, está dado entre otros, por el concepto de libre albedrío, de ese misterio que implica el saber que el hombre, dotado de la libertad de determinarse, es capaz de cambiar el futuro y que Dios así lo permite, aún llegando a la eterna perdición. Es el hombre bíblico el que irrumpe en la historia dotado de esa capacidad tremenda y fascinante de romper todo determinismo, de "hacer" su propio futuro. Frente a las religiones orientales que encierran la naturaleza en un devenir predeterminado y circular, que repite "ad infinitum" sus ciclos, que en la rueda de oración budista siempre vuelve para comenzar, aparece el don de poder romper ese continuo, abriendo camino a lo nuevo y no obligatorio. De esa convicción y esa práctica se nutre el verdadero concepto de libertad que es central al pensamiento cristiano y médula de la cultura que denominamos europea. En lo religioso, la posibilidad de salvación o perdición pauta la gran cuestión del ser humano en cuanto a su destino final. En lo secular, ese concepto abre las puertas a la iniciativa, al riesgo, al desafío a la circunstancia, basado en la creencia de que la misma no condiciona en forma absoluta e irremediable. De ello derivan, en su destilación secular, las luchas por la libertad política, por la igualdad entre los seres humanos, por la dignificación de todos, por la realización personal a través del mérito, que rompen cadenas y acercan a la plenitud moral. No puede, a nuestro juicio, mencionarse a Grecia ni a Roma sin el aditamento del Cristianismo. Toda la claridad del pensamiento ático, toda la majestad del "jus" romano son incompletas sin la fecunda semilla de la filosofía cristiana. Los más elevados esfuerzos filosóficos de la antigüedad no lograron ir más allá de una elaboración que quedó en el umbral del gran interrogante acerca del destino final del hombre y del definitivo equilibrio de justicia, del que éste tiene hambre y sed. El panteón clásico se puebla de divinidades que reflejan y multiplican virtudes y defectos humanos, atribuídos a una miríada de dioses y semidioses que no logran satisfacer la necesidad esencial de explicar la existencia. Aporta ese entramado magnífico de filósofos la metodología y los mecanismos de pensamiento, pero es necesaria la presencia paulina para que el Verbo fecunde y complemente esas construcciones mentales que lo esperaban para realizarse plenamente. Cuando decimos cristianismo lo hacemos "lato senso", abarcando todas sus manifestaciones y matices. No puede olvidarse el aporte de Lutero al concepto de libertad, de análisis crítico. Puede no compartirse este aserto en lo religioso, pero en cuanto a la cultura política es significativa su contribución, así como el de las formas de libre examen y libre interpretación, que tanta influencia tendrán en el pensamiento político de Occidente. De similar manera marcan la concepción del Estado y aún la de nación los conceptos tomistas y las elaboraciones que al respecto hacen los pensadores católicos. Cabe a los constitucionalistas europeos elegir: o no se mencionan fuentes y entonces Europa es ininteligible como entidad espiritual, o se incluye al cristianismo con los aportes que trae desde los tiempos del Génesis y entonces es sí comprensible nuestra existencia milenaria como unidad espiritual. Incluso en la mencionada Grecia, en Atenas, se intuía que no bastaba con aquellos dioses amasados en barro humano. Existía, entre otros, el altar "al Dios desconocido", que San Pablo desveló ante los atenienses. Algo similarmente fecundante ocurrió en el plano político cuando, en tiempos de Constantino, no solamente tuvo el Imperio Romano una religión oficial sino un conjunto de normas éticas que constituirían el cimiento de ulteriores construcciones. Creemos por tanto que los aportes del cristianismo al mundo europeo van más allá de lo religioso para convertirse en el sustento y apoyo de toda una visión del mundo y de la vida.

A propósito del pasado cristiano de Europa
Por LUIS ALBERTO LACALLE HERRERA. Ex presidente de la República Oriental
del Uruguay

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