FRANCISCO 
                JIMÉNEZ DE CISNEROS (1436-1517) Fuente: 
                Luis 
                Suarez Fernández
              
              Nació 
                en Torrelaguna (Madrid) el año 1436, y murió en 
                Roa (Burgos) 
                el 8 de noviembre de 1517. Hijo de un hidalgo de escasa fortuna, 
                Cisneros ha llegado a ser, por un conjunto de circunstancias ajenas 
                enteramente a su voluntad, uno de los más excelsos personajes 
                de la historia de España. Por su formación era un 
                universitario, estudiante en Alcalá, graduado en Salamanca 
                y viajero a Roma. De Roma trajo una bula del Papa otorgándole 
                el primer beneficio que vacara en el arzobispado de Toledo. Vacó 
                el arciprestazgo de Uceda. Pero el arzobispo Carrillo, que había 
                destinado la prebenda a un pariente suyo, intentó convencer 
                a Cisneros de que renunciara. El temple del futuro cardenal era 
                de hierro. Fue a la cárcel y no renunció, hasta 
                que el arzobispo, convencido por algunas personas, cedió 
                y le permitió tomar posesión de Uceda. Desde aquí 
                pasó a Sigüenza, en cuya iglesia catedral fue capellán 
                mayor, y vicario del obispo, cardenal Mendoza. La amistad con 
                don Pedro González de Mendoza fue el comienzo de su extraña 
                fortuna, pues supo apreciar el valor de Cisneros. En 1484 abandonó 
                la capellanía y, bruscamente, ingresó en el convento 
                de franciscanos de San Juan de los Reyes, en Toledo. Vivió, 
                durante ocho años, en pleno arrebato ascético. Fueron, 
                según confesión propia, los años más 
                felices de su vida. Su poderosa elocuencia, simple, incluso tosca, 
                pero honda y profundamente humana, le permitía arrastrar 
                las multitudes. Su fama era ya inmensa en 1492, cuando, tras haber 
                corrido los conventos de Castañar y la Salceda, era guardián 
                en este último. Poseía dotes para el mando, pero 
                era quizá excesivamente duro. Cisneros marchó siempre 
                hacia su objetivo derribando obstáculos, nunca soslayándolos.
              En 1492, designado 
                arzobispo de Granada fray Hernando de Talavera, quedó vacante 
                el puesto de confesor de la reina. Entonces el cardenal Mendoza, 
                que guardaba de él un gran recuerdo, recomendó para 
                este cargo a fray Francisco. Comenzó así a intervenir 
                en política, como consejero de la reina. Al mismo tiempo, 
                designado provincial, recorría los conventos franciscanos 
                y formaba su primer gran proyecto: la reforma de su Orden. La 
                ocasión llegó cuando, muerto el cardenal Mendoza, 
                Cisneros fue designado, por recomendación del difunto, 
                para sucederle en la silla primada de Toledo (1495). Su reforma 
                tuvo dos partes sucesivas: en su Orden trató de restablecer 
                la observancia de la regla franciscana en su prístina pureza; 
                en el clero secular intentó poner coto a las inmunidades 
                y privilegios. En uno y otro caso encontró una dura resistencia. 
                Los franciscanos acudieron al general de la Orden; los canónigos, 
                al Papa. Todo fue inútil. La reforma siguió adelante.
              En 1499, hizo, 
                acompañando a los reyes, un viaje a Granada. Allí 
                consideró que la obra de conversión, realizada por 
                fray Hernando de Talavera, mediante la dulzura, iba muy despacio 
                y resolvió quedarse en la ciudad para dar mayor impulso 
                a la misma. Mediante conferencias con los alfaquíes y dádivas, 
                obtuvo en las primeras semanas unos resultados maravillosos. Pero 
                con ello se atrajo el odio de los moros y produjo el descontento. 
                Sin arredrarse, Cisneros empleó mano dura contra los inquietos, 
                haciendo encarcelar a los más peligrosos. El resultado 
                fue un terrible motín que estuvo a punto de costar la vida 
                a Cisneros. Sitiado en su casa de la Alcazaba, se defendió 
                con sus criados toda una noche. Inmediatamente hubo de abandonar 
                la ciudad. Su celo excesivo sirvió tan sólo para 
                provocar una terrible guerra de guerrillas en las Alpujarras. 
                Tres años más tarde, en 1502, dominada ya la insurrección, 
                obtuvo de los reyes que los mudéjares de Castilla fuesen 
                obligados a convertirse o a emigrar. Es muy difícil juzgar 
                a Cisneros en este punto. Si hubo por su parte dureza y hasta 
                crueldad, ¿no era ciertamente un tremendo peligro para 
                España la existencia de contingentes crecidos de musulmanes, 
                correligionarios y simpatizantes de turcos y berberiscos?
              Los 
                últimos años de la vida de Isabel la Católica 
                los pasó Cisneros casi siempre en la corte. Era el consejero 
                  más fiel. Al mismo tiempo, se ocupaba en sus proyectos 
                  de reforma de las costumbres, y en uno nuevo: la moderna Universidad 
                  de Alcalá de Henares, uno de sus mejores timbres de gloria. 
                  No estaba, sin embargo, en Medina 
                    del Campo cuando murió la reina. Era una hora 
                  de crisis para Castilla. Entre Felipe el Hermoso y Fernando el 
                  Católico, Cisneros se inclinó por este último, 
                  intervino en todas las negociaciones de la concordia de Salamanca 
                  y luego permaneció al lado del monarca flamenco cuando 
                  el aragonés marchó a Nápoles. En 1506 murió 
                Felipe I. Cisneros, obrando por su propia autoridad, constituyó 
                una regencia con los nobles más fieles a la memoria de 
                  Isabel y reclutó tropas. Así cortó de raíz 
                  los manejos turbios de la camarilla de descontentos que quería 
                  entregar la regencia a Maximiliano de Austria. El cardenal dirigió 
                un mensaje a Fernando el Católico urgiéndole el 
                  retorno. Éste le trajo, en nombre del papa, el capelo desde 
                Roma.
              Cisneros aprovechó 
                la presencia de Fernando el Católico para dar impulso a 
                un proyecto que siempre había acariciado: la conquista 
                del Norte de África. En 1507, el dinero de la archidiócesis 
                de Toledo sirvió para financiar la expedición victoriosa 
                contra Mazalquivir. Al año siguiente, el cardenal preparó 
                directamente la conquista de Orán y del reino de Tremecén, 
                firmando para ello las oportunas capitulaciones con Fernando el 
                Católico. Le acompañó en la empresa Pedro 
                Navarro, uno de los más famosos capitanes de aquel tiempo. 
                La ciudad fue tomada después de un vigoroso asalto (1509). 
                La campaña no siguió, porque Cisneros interceptó 
                cartas de Fernando el Católico a Pedro Navarro, que le 
                hicieron entrar en sospecha. En efecto, el monarca no ahorraba 
                sinsabores a Cisneros, de quien quería obtener la permuta 
                de la silla primada por la de Zaragoza que ocupaba su hijo natural 
                Alfonso de Aragón. Una vez más se puso de manifiesto 
                la voluntad inflexible del franciscano.
              Fernando no 
                tenía simpatía por Cisneros, pero en el fondo de 
                su alma de gobernante sentía una profunda admiración 
                por aquel hombre duro, tenaz, infatigable, que aprovechaba los 
                meses que le dejaba libre el servicio del rey para crear la magnífica 
                Universidad de Alcalá, y para preparar la edición 
                de la Biblia Complutense. Por eso, en el momento de morir, le 
                dejó encomendada la regencia, durante la menor edad de 
                su nieto Carlos de Gante. El 23 de enero de 1516, Cisneros tomó 
                posesión de su gobierno y se mantuvo en él a pesar 
                de la oposición de los nobles e incluso del infante don 
                Fernando.
              Cisneros consiguió 
                que el propio príncipe heredero don Carlos confirmase su 
                nombramiento de regente. Tenía un gran enemigo: la nobleza. 
                Contra ella organizó una milicia ciudadana destinada a 
                constituir un cuerpo de 30.000 hombres que impondrían la 
                autoridad de la corona en todas partes. Los nobles trataron de 
                estorbarlo, y fomentaron incluso rebeliones en algunas ciudades, 
                la principal de todas en Valladolid. 
                Cisneros dominó los motines, e impuso a los nobles el reconocimiento 
                de Carlos como rey, y no sólo como regente. Hasta dos guerras 
                exteriores hubo de realizar: una en Navarra, en donde Juan de 
                Albret retornaba con ánimo de recobrar su reino, y otra 
                en el Mediterráneo contra el corsario Barbarroja. La primera 
                se tradujo en una victoria castellana. Cisneros tomó la 
                medida de destruir todas las fortificaciones navarras, a excepción 
                de Pamplona. La segunda fue una derrota.
              Carlos tenía 
                prisa en reinar. Sus consejeros no, pues desde Flandes vendían 
                y daban las mercedes que les parecía oportuno. Únicamente 
                y para contrarrestar la eficaz labor de Cisneros, enviaron sucesivamente 
                tres personajes: Adriano de Utrecht, deán de Lovaina, La 
                Chau y Amerstoff. No llegaron a alcanzar influencia. Finalmente, 
                el propio rey vino a España desembarcando en Tazones (Asturias), 
                el 19 de septiembre de 1517. Cisneros salió a su encuentro. 
                Se había acordado verificar éste en Mojados, cerca 
                de Valladolid. 
                Pero el anciano cardenal no llegó a conocer al monarca 
                cuya corona había salvaguardado íntegramente, pues 
                en el camino, murió en Roa, el 8 de noviembre de 1517.
              Luis Suárez Fernández, Francisco Jiménez 
                de Cisneros, en AA. VV., Diccionario de Historia de España. 
              Madrid, Revista de Occidente, 1952, Tomo I, pp. 655-656.
              Fuente: http://www.franciscanos.org/