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TEMA ESPECIAL: V Centenario de la muerte de Isabel la Católica
ARANDA DE DUERO, LA VILLA DEL MAPA
GONZALO SANTONJA

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Aranda de Duero, la villa del mapa

Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos

JORGE LUIS BORGES, “Límites”

Tengas pleitos y los ganes, reza el escarmentado dicho. O los pierdas, que para el caso es lo mismo. Lo único de verdad importante, al menos por esta vez, fue que habiendo pleito no faltó quien se lo tomase en serio por el lado científico, abasteciéndose por largo y en abundancia de pruebas, legajos, documentos y testimonios. Incluso encargándolos ex profeso, porque ahí es donde radica la gran novedad del asunto, el quid de una singularidad en verdad trascendente, de esas -contadas- que marcan un hito en el devenir de la historia. Mejor dicho, de las historias: en la historia del urbanismo y también en la historia del Derecho Público.

Aranda de Duero y 1503, época de prosperidad bajo el reinado de los Reyes Católicos, feraces orillas del padre Duero, corazón ebrio de la Ribera, apoteosis de los mejores vinos. Apenas, según las crónicas, el apretado ramillete de un escaso millar de vecinos o, en la expresión de la época, fuegos, palabra utilizada en la tradicional acepción de hogares o familias. Pocos y, al parecer, bastante bien avenidos, concertados en el esfuerzo de hacer de tan estratégica villa lugar de postín. Bien avenidos, aunque, como buenos españoles, asimismo aficionados al tejemaneje de las audiencias, unos y otros tozudamente empeñados en no dar su brazo a torcer sin antes haber alimentado el gusto de escribanos, picapleitos, corregidores y leguleyos por el
ringorrango de sus perífrasis. Porque la vida con honra nunca dejó por de medirse por estos sublunares espacios de la Meseta en pliegos empedrados de peticiones, contrapeticiones, interrogatorios, declaraciones y considerandos, casa común los juzgados y especialización de todos la del litigio.

En principio el asunto se presentaba bastante claro: ordenada la villa en torno a tres calles principales, una de ellas, la de Barrionuevo y las Quintanas, se veía ahogada por el extremo de una calleja angosta, llamada del Pozo, “muy escura e non limpia”, lugar propicio para los salteadores y paso vedado para procesiones, como la muy señera del Corpus Christi, o el traslado de los difuntos a la iglesia de Santa María. Cargados de razón y hartos de fatigarse en la noria de tantas vueltas, un grupo de vecinos solicitó a Fernando de Gamarra, corregidor de la villa, el aliviamiento de unas casas sin moradores y a su entender de poco valor, que estorbaban la circulación de personas y hacían imposible el de los carruajes, comprometiéndose a pagar su justo precio a Gonzalo Sánchez de Calahorra y Alonso de Moradillo, legítimos propietarios, formalmente requeridos a tales efectos en fecha y forma.

El asunto, ya digo, se presentaba en principio bastante claro … de modo que a marchas forzadas procedía enturbiarlo. Para empezar castizamente, ambos titulares se opusieron, marcando al respecto el señuelo de la contraoferta de una cantidad imposible. Enquistados en la negativa, Calahorra y Moradillo se apresuraron a levantar bandera de montaraces. Lo suyo era suyo y en lo suyo sólo mandaban ellos. El más infinito de sus desdenes para las apreciaciones de los entrometidos, simple paisanaje o legítimas autoridades, cada cual en su
casa y Dios en la de todos, amén. Así pues, rodaron las palabras de sentido contrario y al cabo sucedió lo que estaba cantado: hu
bo pleito. Los vecinos quejosos aportaron doce testigos, doce; lejos de achicarse, Sánchez y Moradillo respondieron el envite con el órdago de otros tantos. En tal coyuntura entraron en liza los escribanos, así que se fabricó el oportuno cuestionario y de inmediato procedió el trámite de los interrogatorios, bien jugosos y repletos de pistas, documento valiosísimo, único en su género, para adentrarse de lleno por las entrelíneas de nuestra siempre peleada intrahistoria, ahora por fin con elogiable celo estudiado y transcrito por Isabel Abab Álvarez y Jesús G. Peribáñez Otero (Aranda de Duero, 1503. Aranda de Duero,Ayuntamiento, 2003).

Doce contra doce, las respuestas siluetean el contorno de dos puntos de vista radicalmente enfrentados: para los primeros testigos, partidarios confesos de los demandantes, aquel despreciable embudo impedía el consolador discurrir, por ejemplo, del Santo Viático, mientras favorecía el comercio de “suciedades con mujeres” y se mostraba atascada de “perros y gatos muertos”. Lo cual, concluían, aunque antes hubiese estado muy bien, porque allí se alzó en tiempos la Sinagoga, a la sazón resultaba fatal, pues habitaban aquellos andurriales “muy honrrados cristianos” con gravedad perjudicados en el ejercicio de su devoción. Defender la existencia tal cual del callejón del Pozo suponía, en consecuencia, punto menos que alinearse junto a las fuerzas del mal, apostar por el pecador comercio ilícito de la carne y, por si aún fuera poco, declararse marrano, adicto a los malos olores, partidario de la putrefacción y amigo de las epidemias.

Mutatis mutandis, el segundo bloque de testigos, entusiastas de la causa de Sánchez de Calahorra y Alonso de Moradillo, entendía vanas futilidades aquellos razonamientos, amparando los suyos en el gran argumento del beneficio económico: “el vino se avinagra”, argumentaban para oponerse, “en bodegas emplazadas en calles muy transitadas”. O sea, la calleja o el callejón del Pozo contribuía con sus angosturas a la prosperidad de la villa, prestando la serenidad requerida al reposo de los afamados caldos que, para gozo del común, encontraban providencial asiento en la paz y el silencio de tales bodegas. Manifestarse a favor del derribo equivalía, insinuaban, a declararse contrarios a la prosperidad de la villa, basada en el comercio del vino y este, a su vez, en la gran causa de las bodegas, de interés real y tangible frente a los alifafes del urbanismo. Malos cristianos, poco edificantes y nada abnegados, aquellos que hacían depender su asistencia a las ceremonias y los oficios celebrados en la iglesia del mínimo sacrificio de un pequeño rodeo; ruines cofrades si su afición decaía al darse de bruces con una pequeña incomodidad. Si Jesucristo hubiese aplicado esa lógica tan cicatera, de ninguna manera se habría dejado crucificar para redimir al género humano, qué egoísmo, cuánta mendacidad, valiente alarde de hipocresía, menuda exhibición de pequeñas miserias.

Cogido entre ambos fuegos, Gamarra falló a favor de los peticionarios, pero a renglón seguido, como varón prudente, sometió su dictamen a los altos designios de Su Majestad, remitiendo a Palacio, al Consejo Real, en abono de tal providencia, la pintura “de la dicha villa y las calles de ella” tomada a vista de pájaro por un minucioso dibujante anónimo. En consecuencia, dichoso y feliz pleito aquel, feliz y dichoso por partida doble, como señalé más arriba: determinó el levantamiento del plano de Aranda de Duero, otorgando a esta noble villa la primacía entre las ciudades españolas madrugadoramente dotadas de representación fidedigna de su trazado urbano, y vino a fundamentar por sentencia el peso del bien del común sobre el interés privado. Claro está, arreciarían después los recursos y, como en tantas otras ocasiones, al cabo nada pasó, salvo el gasto de pólizas y la fatiga de cuantiosas resmas de papel timbrado. Pero es, obviamente, es una cuestión distinta: pertenece a la historieta sin interés del enredo.

De lo que aquí y ahora se trata es de proclamar que hemos llegado a otro quintocentenario, virtud con algún conato de vicio de nuestro tiempo. Nos encontramos, qué duda cabe, ante un quintocentenario menor si la comparación se establece con esos quintocentenarios en sí mismo grandes. Ahora bien, tal vez por eso se resulte este más a la medida del ciudadano común, categoría a la que todos pertenecemos, quizás indiferentes, poco o nada afectado en nuestro vivir cotidiano por los sucesos mayúsculos, pero sin duda tocados de cerca por los vericuetos del urbanismo y la configuración de nuestras ciudades. Aranda de Duero, plano y pleito, espejo de la memoria.

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